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“Martes de Chongo”

 

Por María Paula Moreno C.
Tacones, labial, una vida de malas noches que se esconde tras el trillo de una baranda. Al final de la tarde muchos billetes verdes mientras la clientela de sexo masculino corea al unísono “quítatelo”.

Así es el “Café Rojo”. Un lugar donde el juego de la seducción y la líbido dan rienda suelta a las más bajas pasiones. Un negocio crudo, donde Venus se convierte en la mercancía preciada. Un antro donde el placer del sexo se ensucia con dinero, neón, droga y alcohol.

Huele a humo, los focos de neón a media luz deforman las siluetas de la clientela masculina que devanea frenética en el incesante coqueteo con las chicas. El asunto se vuelve una insana oferta al mejor postor: el que más ofrezca se acuesta con la “jeva”.

Sobredosis de amor, sobredosis de pasión; tu conmigo, yo contigo…la canción de Eddy Santiago es una nota más al paisaje de un sitio donde el amor se reduce a una absurda fórmula sexual.

Siliconas en bikini y falda que escasamente cubren las partes íntimas, revolotean como mariposas entre ejecutivos enternados, camisas de lino irlandés desabrochado que cuchichean discretos con las chicas. Beben cerveza atentos a los movimientos de las meretrices. Logran el enganche con una de ellas. Sus rostros denotan la expectativa previa a la relación sexual. Uno de ellos sube al piso superior, donde se encuentran los cuartos. Cinco minutos después baja, sus facciones se encuentran relajadas, se siente como si hubiera descargado el estrés diario dentro de un vaivén de caderas prohibidas.

El estilo del lugar evoca a los tiempos del imperio greco romano. No hay rótulos publicitarios. Sobre los azulejos verdosos retumban las pisadas de tacones altos, de suelas transparentes. El lugar está adecuado a las necesidades de los usuarios. Las chicas caminan sin cesar en busca del cliente de la tarde.

Gabriela, 22 años, prefiere que la llamen Gaby, pero no es su nombre de pila. Es atractiva… en pocas palabras, una “potra”. Se acerca sinuosa y conversa con un grupo de chicos. Ellos solicitan un show privado. “Veinte dólares” responde ella y acuerdan lo pactado. Entre todos hacen la “vaca” para reunir la cantidad y suben al mentado segundo piso del edificio.

En la segunda planta el pasillo que divide las habitaciones es estrecho. Los chicos caminan como en trance guiados por “la potra”. La luz infrarroja del lugar afecta las pupilas.

Gaby se alista para el show. El nerviosismo se apodera de los seis muchachos. Como si fuera la primera vez que concurrieran un prostíbulo. La habitación es un recuerdo fugaz de una de las escenas de la película “boogie nights”. Las luces rojas y verdes contrastan con los sillones de cuerina barata. En el centro de la habitación se encuentra un tubo metálico suspendido en una especie de escenario. Gabriela hace su aparición. Emulando a una enfermera, su atuendo es un bikini blanco, con dos cruces rojas a la altura de los pezones, minifalda roja y botas blancas, muy al estilo tecnocumbiero. Sexy enfermera dispuesta a dar consuelo a sus deseosos pacientes.

En una esquina de la habitación se encuentra disimulado un parlante. Gabriela enciende la música. Una melodía “rave” inicia la pantomima.

Gabriela mastica chicle, cual un tic desesperado. Su mirada es ausente, como desconectada de la realidad. Su cabeza se encuentra desprendida del resto de su cuerpo, se había pegado un “polvo” con un cliente anterior. Al ritmo de un improvisado swing empieza a contornearse, a envolverse cual culebra en torno al tubo metálico. Le baila a cada uno de sus seis clientes coreografiando movimientos diferentes en cada uno. Ellos la miran extasiados, contenidos de deseo.

Procede a quitarse el top. Sus senos quedan al aire, suspendidos por la gravedad. Pasea su silueta por las caras de los muchachos imberbes. Baila robotizada, no lo disfruta, es un trabajo, una rutina mecánica.

Con las pupilas distraídas desanuda las tiras rojas del hilo blanco. Está desnuda. Abre sus piernas y ejecuta el paso de baile final. Es el clímax de la coreografía. Sus curvas lánguidas bailan desincronizadas con la melodía.

De súbito se apaga la música. Aún desnuda y con las botas puestas pulsa el botón “off” del aparato electrónico. Los chicos agradecen tímidos su presencia. El show ha durado 20 minutos. El reloj marca las siete de la noche. Gaby ha cumplido su trabajo. Se retira sin ropa, retorna a la planta baja y atiende a sus potenciales clientes. La fría noche quiteña golpea el rostro de los muchachos al salir del antro. Fin del espectáculo.

Carrera de Periodismo

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